martes, 6 de septiembre de 2011

El egocida

Quizás en una póstuma publicación les he de hablar sobre mi verdadera identidad, por ahora lo obviaré: cabe que se presenten contradicciones a la postre innecesarias. Sólo diré que desde que tengo uso de razón he padecido de una extraña enfermedad que los doctores aún se empeñan en determinar. No tengo mucho alcance de ello, los he escuchado poco, casi nada. No sé cuándo estoy en casa o en el hospital... o a veces me despierto y cuando parpadeo estoy en otra parte, y así la sucesión de eventos parece no acabar, o bien repetirse sin un orden evidente.
Lo mismo me sucede con la gente, en vano pretendo iniciar una conversación coherente, y es que cuando intento hacerlo todo se oscurece de modo automático, y yo no sé si duermo o si me desvanezco, pero al reaccionar es otra la persona que aparece frente a mí, como si todos los hechos que precedieron ese instante hubieran sido eliminados de mi memoria irremisiblemente.
Puedo escuchar algunas cosas, aunque generalmente no le he dado la importancia que debiera. No obstante, tengo que admitir que existe una persona en este mundo con quien puedo conversar: mi madre.
Lo poco que conozco de mi entorno es comparable con lo poco que conocen de mí los seres de mi entorno. Pero, para que puedan comprender con plena claridad lo que acabo de explicar, es preciso relatar ciertos sucesos que me conllevaron a estas incoherentes conclusiones, hace ya unos años cuando todavía vivía en Lima con mi madre.
En abril del año 1991, cuando apenas cumplía yo los quince años, conocí a un hombre del cual hoy no tengo referencias. Por aquel entonces imaginé que se trataba de un amigo de mi madre que había venido a visitarme para tratar de conversar. Qué grande fue mi asombro cuando se lo pregunté a mamá.
-¿Lo que tratas de decirme –dijo con alarma-, lo que tratas de decirme es que alguien vino a visitarte anoche?
Contesté que sí. Mi madre no salía de su asombro.
-¿Y estás seguro de que eso ocurrió? –me preguntó.
Asentí, pero no pude evitar sentirme incómodo por su empecinado escepticismo.
Tuve que olvidar el tema para no agravar la situación, aunque de igual forma no pude evitar que mi madre me llevara esa semana a visitar al médico. Pronto estuve en casa y asumí que mi madre había olvidado el tema por completo. No sabía yo que el gran tormento de mi vida apenas comenzaba.
Esa misma tarde mi madre apareció en mi alcoba. Tenía en su rostro una sonrisa reluciente. Sus ojos parecían fúlgidas estrellas que se vislumbraban a lo lejos. Acaso adiviné un par de arrugas que surcaban bajo su mirada.
-Hijo, quería hablar contigo...
No pudo acabar la frase. Parecía sin aliento. Casi podía robarle de la boca las palabras, una a una. Y no me equivocaba. En efecto, su propósito era incitarme a que tuviera mis primeras amistades. Mas no supe qué decirle. Guardé silencio unos segundos. ¿Acaso no sabía lo mucho que me costaba hablar con alguien que no sea ella? Nunca me había atrevido ¿Esperaba que lo hiciera ahora?
Le dije que lo pensaría. Fue entonces cuando me miró y me hizo prometerle que se lo pediera si fuera necesario. Se marchó dándome un beso.
Desde ese día mi madre no dejó de asistir a mi alcoba cada tarde. Juntos conversamos de tantas, tantas cosas: mi infancia, mi padre, la casa de Santiago, la sonrisa idiota y petulante del doctor Damaso, cosas así. Pero siempre deteníamos nuestra plática un largo rato cuando tratábamos el tema de la amistad. Me contó sobre sus amistades de la infancia, cómo cada una iba perdiéndose en el curso de los años, me contó sobre su casa, sobre los álamos que existieron tras su patio: «una especie de refugio extraordinario». Mi madre era la mujer más buena que existía en el universo. Su sola presencia me era más que necesaria, sus palabras me irradiaban de una paz imprescindible. Aquellas tardes fueron las más bellas que recuerdo de ese periodo que los hombres como ustedes llaman «pubertad».

La segunda vez que vi al hombre del que les hablé al principio del relato fue dos años después. Con mi madre conservábamos esa costumbre de platicar todas las tardes. Recuerdo que el sujeto apareció por la noche, pasadas las nueve. Emergió como impulsado por una fuerza invisible y silenciosa que lo arrojó ahí, sin más que ofrecerme que una fría mirada de desdén. Su rostro, impenetrable, tenía ese aspecto de doblemente inmóviles que poseen los objetos sin vida. Permaneció tan sólo unos minutos y luego se esfumó. No sé ni en qué momento ni en qué forma, simplemente se marchó. Me pareció irónico, pero también estúpido. Esa noche no pude dormir pensando en esa visita misteriosa y sólo entonces empecé a notar que mis ausencias sensoriales eran menos frecuentes que antes. Me pregunté si de verdad era posible concebir la realidad, o, más bien, aquella realidad de la que supuestamente estaba yo excluido. ¿La vivía ahora, siempre, o sólo por momentos? No tenía una certeza contundente. Llegué a tener innumerables conclusiones con respecto al tema de la realidad. No podía imaginarme la existencia de una sola.
«La realidad iba en cuestión al punto de quien la analiza. No existen convenciones si se quiere hablar de realidad». Es verdad, me dije.
Me sorprendí de mí mismo por pensar en este tipo de cuestiones. ¿Cómo es posible que la gente crea que estoy fuera de la realidad si puedo analizar la de ellos, la mía y al mismo tiempo simular otras realidades que hipotéticamente sólo pueden percibir otras personas, seres o entidades? No estoy fuera, concluí, lo que sucede es que estoy situado en otro punto, nada más.
La tarde siguiente volví a hablar con mi madre, pero tuve miedo de exponerle aquellas conclusiones a las que había llegado. La pasamos hablando de otras cosas hasta que cayó el anochecer. Pero mi madre, fiel conocedora de mis cambios inherentes de actitud, notó que algo extraño me pasaba.
-Hijo -me abordó-, ¿te pasa algo?
Su voz era un trino, un canto que llegaba a mis oídos con dulzura y suavidad. La miré a los ojos, podía ver en ella toda su preocupación, su abnegación, su dedicación de años a esta vida que yo consideraba un desperdicio.
-¿Deseas que hablemos?
Claro que quería, quería gritar, decir que estaba harto, cansado de ser así: un mudo, un ciego, un sordo, un muerto. Quería decirle que en ocasiones preferiría no existir, que se marche, que me deje solo, llorar, dormir, morirme. Pero no podía decirle eso, ni siquiera tenía por qué mostrarle mi aflicción. Así que tuve que inventar cualquier excusa para salir del paso.
Basta decir que tuve que fingir una sonrisa cuando me abrazó y me dijo: «Buenas noches, hijo mío».
Luego me arropó y me besó.
«Te quiero mucho», pensé yo, pero fui triste porque no pude decírselo.
Aquella noche no pude dormir. Durante toda la mañana siguiente hasta la tarde me enfrasqué en monomanías que giraron en torno a un rompecabezas que nunca antes había contemplado. El rompecabezas era infito; la imagen era abstracta, incomprensible. Llegué a creer que aquel rompecabezas no era más que una metáfora de mi vida. Luego me quedé dormido, no sé por cuánto tiempo.

Una voz me despertó en medio de las sombras. Todo a mi alrededor era pura oscuridad. Segundos después volví a escuchar la voz, ahora sí con claridad. Miré en dirección hacia el lugar del que parecía provenir aquel susurro. Agudicé mi vista, pero no podía ver más que la negrura inaccesible de mi cuarto. Así que me levanté de la cama y me acerqué unos pasos hasta que pude distinguir de dónde provenía la voz. Había una puerta; no mi puerta, sino otra. Me sentí profundamente atraído por aquel descubrimiento. Deseaba atravesar aquella puerta y descubrir qué es lo que había tras de ella. Lentamente fue acercándome, adivinando a través de la negrura los contornos del umbral, luchando para no perder la noción de lo tangible y no confundirla con aquello que me sería revelado. Cuando al fin estuve frente a ella, tomé aire. No sabía qué encontraría al otro lado, sólo me movía la ilusión de hallar algo increíble y así ampliar mis escasos conocimientos sobre lo que significaba la palabra «Realidad». Por un momento, mi ser fue perpetrado por una fuerza extraña. Y en ese instante, justo cuando estaba por cruzar la puerta, ésta se cerró en mi cara con firmeza. Apareció frente a mí la imagen del desconocido que me había visitado ya dos veces. Acababa de cerrar la puerta; ahora estaba custodiándola. Contuve la rabia. Seguía mirándome de esa manera desdeñosa, serio, impenetrable; no parpadeaba, incluso parecía no respirar. Quería averiguar quién era ese tipejo. ¡Tres veces! ¡Maldición! ¿Qué buscaba?, ¿cómo hacía para entrar en mi alcoba sin que nadie lo advirtiera? Tenía que averiguarlo, saber con qué imprudente afán me perseguía. Pero fue en ese momento cuando comenzó a lanzarme sus protervas increpancias.
-Hola. ¿Ves qué infeliz eres desde ese lado de la puerta?
Lo sabía. Ahí estaba la desgracia, parada frente a mí, representada en ese ser satánico cuyo fulgor se asemejaba al de un arcángel. Su propósito era claro: impedirme el paso hacia la cúspide de la verdad, al esclarecimiento absoluto de la vida.
Su sonrisa ladeada le agregaba a su semblante una expresión siniestra. Debo admitirlo: le temía. Entonces agregó:
-No sabes cuánta lástima me das, creo que sería mejor no mencionarte lo que el resto de la gente cree de ti, incluyendo tu madre, aunque ya debes de imaginártelo, ¿verdad? ¡Ni modo! De cualquier forma estás allá y yo acá, y nada de lo que tú hagas va a dañarme y a ti sí.
No podía soportar aquella afrenta, sus palabras me golpeaban con una furia impenetrable e infinita. Mas todo era inútil. El sujeto comenzó a espetarme cada una de las cosas que me herían en la vida: mudo, sordo, ciego, muerto; y yo, no pudiendo controlar la ira de saber que todo era verdad, fui cayendo en una confusión extraña: Yo me arrojaba sobre él y lo cogía por el cuello, lentamente comenzaba a estrangularlo con una sola mano, mientras que con la otra le lanzaba contundentes y certeros golpes en la cara. El tipo no gritaba, no sufría, no lloraba, sólo me miraba. Las imágenes parecían desmoronarse cual si fueran parte de una burda concepción de luz y polvo. Vi las gesticulaciones ininteligibles del sujeto antes de que desapareciera. Luego caí pesadamente al suelo con una sola idea que danzaba en mi cabeza como una sierpe que derrama su veneno: acababa de matar a alguien. ¡Era un asesino!

Sólo desperté cuando sentí que un par de manos me tomaban por debajo de los hombros y me levantaban. Después me recostaron en una camilla. Lo primero que pensé fue que estaba muerto; pero no, estaba vivo. ¿Saben qué monstruoso era pensar que en realidad no estaba muerto? En ese instante me asaltó el convencimiento de que había cometido un crimen execrable. Sentí pánico, empecé a temblar, manos, piernas, vientre. Busqué su cuerpo, pero ya no estaba. Sin embargo, antes de subir la ambulancia, con destino a este lugar maldito, mis ojos alcanzaron a ver lo siguiente: el espejo de mi cuarto destrozado en mil pedazos; el viejo gobelino, que se hallaba frente a él, impregnado con horrendas manchas que hilvanaban formas sibilinas.
Un par de lágrimas rodaron mis mejillas. Aquellas manchas que acababa de encontrar no eran, sino, las huellas de mi sangre derramada y coagulada.

Guayaquil, noviembre de 2005.